Capítulo 1
Al chivato se le mata
Jueves 8 de octubre de 2015
Pese a que es el «veranillo del membrillo»—de San Miguel— y las temperaturas diurnas son aún muy elevadas, las noches suelen ser cada vez más desapacibles. Los fuertes azotes del viento mueven bruscamente las ramas de los frondosos árboles y anuncian que el verano ya pasó, dejando caer sus hojas. Junto a un pequeño riachuelo en medio del campo y alejada varios kilómetros de toda civilización, hay una antigua casa de paredes erigidas con piedras. Una furgoneta de grandes dimensiones y de color blanco, con los cristales completamente tapados, está aparcada en la parte trasera de la casa. El silencio de la noche que acompaña el viento se quiebra repentinamente por un fuerte alarido. Un pequeño haz de luz que se deja ver por una de las ventanas de la vivienda indica que hay alguien en su interior. La habitación de la planta alta está en penumbra, iluminada tan solo por una bombilla que pende del techo por un cable. Está repleta de trastos viejos y mucho polvo. En el centro hay un señor que ronda la jubilación sentado en un sillón giratorio de oficina: tiene las piernas atadas entre sí y las extremidades superiores sujetas al reposabrazos. Una bolsa de plástico transparente le cubre la cabeza y no lo deja respirar. Junto a él hay un hombre que lo observa detenidamente: parece que disfruta viendo cómo sufre. El cautivo intenta respirar, pero el plástico se le adentra en la boca y no consigue que sus pulmones se oxigenen. Aunque hace movimientos bruscos con el cuerpo tratando de soltarse de sus ataduras, no puede. Preso de los nervios, suda sin parar y el corazón le late a mil por hora. Los ojos se le quieren salir de sus órbitas, la piel comienza a tornarse morada. Cree que no va a aguantar mucho más tiempo con vida y que, finalmente, morirá asfixiado. Los segundos le parecen minutos y estos, horas. En ese momento de agonía, pasan por su mente imágenes de su esposa, sus hijos y nietos, a quienes posiblemente no volverá a ver. Pero cuando cree que va a desfallecer, el individuo que lo observa le quita la bolsa y el sexagenario logra inhalar una gran cantidad de oxígeno: al fin puede respirar. Siente cómo se le llenan los pulmones de aire limpio y su piel empieza a sonrojarse, intenta inhalar todo el aire que sus pulmones pueden contener y aprovecha esta nueva oportunidad para aferrarse a la vida que tan solo unos instantes antes se escapaba de sus manos. El rostro lo tiene amoratado de los golpes que ha recibido, el ojo derecho hinchado, el labio inferior partido y una gota de sangre sale de su nariz y resbala hasta la barbilla. Tiene la vista cansada y el semblante, agotado. Un soplo de vida ha restaurado su cuerpo, pero dura solo unos pocos segundos, puesto que de nuevo le cubre la cabeza con la bolsa. El cautivo ya no intenta siquiera gritar, no quiere malgastar el poco oxígeno que tiene: sabe que sería en balde, nadie lo podrá escuchar.
Cuando su cuerpo parece que no aguanta más, el agresor le vuelve a quitar el plástico de la cabeza. Es un juego cruel que no hace otra cosa que alargar su sufrimiento. Reza para sus adentros deseando que todo acabe cuanto antes; no quiere vivir más tiempo esa tortura. Empieza a tener fuertes espasmos y, cuando cree que va a desfallecer, el hombre le quita de nuevo la bolsa.
—¿Vas a hablar?
—Te he dicho que no sé nada, te lo juro —suplica con dificultad el hombre mayor.
—Está bien, tendremos que cambiar de juego —dice el agresor al mismo tiempo que se da la vuelta y se dirige a un rincón de la habitación.
De una bolsa de deportes que hay encima de una silla, saca un cuchillo y se acerca nuevamente al prisionero. Comienza a acariciarle la cara muy lentamente con la hoja afilada y va bajando por el cuello, pecho y brazos hasta parar en la mano derecha. De repente, hace un movimiento enérgico y le atraviesa la mano con el cuchillo, que se clava en el reposabrazos del sillón y el hombre da un fuerte alarido.
—¿Seguro que no vas a hablar? —ríe—. Esto no ha hecho más que empezar, te aseguro que no es nada para lo que te espera.
—¡Te juro que no sé nada! —grita el hombre suplicando.
—Está bien, parece que no te has enterado aún cómo va esto.
El agresor le desclava el cuchillo y de nuevo se lo pasa lentamente por distintas partes del cuerpo hasta que llega al muslo derecho, se detiene y, abruptamente, se lo clava, lo que provoca que el hombre vuelva a gritar con todas sus fuerzas.
—Así podemos estar toda la noche si quieres. No tengo ninguna prisa. ¿Vas a hablar o continuamos?
—¡Estás loco, hijo de puta! —grita llorando.
—No es tan difícil lo que te estoy pidiendo, Serafín, solo te pido que me digas lo que quiero. Nada más. Así de simple, ¿o quizá prefieres que juguemos más en serio? —le dice mientras se gira nuevamente en dirección a la mochila.
Serafín reposa la cabeza sobre el respaldar mirando al techo, cierra los ojos e intenta respirar: está agotado, cree que su cuerpo no podrá aguantar mucho más esa mezcla de dolor y angustia. Un incesante goteo de sangre que cae desde el reposabrazos y de su pierna empieza a formar poco a poco un pequeño charco debajo de la silla.
El opresor saca de la mochila una fotografía y se la pone al hombre encima del muslo izquierdo. Este, que estaba enajenado debido al estado de excitación, abre los ojos al sentir que posa algo sobre su pierna, baja la mirada y observa la foto. Al ver la imagen, se horroriza, no puede creer lo que está viendo: es una fotografía familiar en la que aparece con su esposa y su nieta. El agresor le saca bruscamente el cuchillo que aún tenía clavado en la otra pierna y, con la punta todavía goteando sangre, lo acerca al retrato y comienza a acariciarlo hasta que se detiene encima de la niña. Muy lentamente, empieza a presionar el arma hasta atravesar la fotografía y clavarla en su pierna izquierda.
—¡Ah! ¡Hijo de puta! —grita.
—Qué guapa es Lucía, tiene un cierto aire a ti, ¿no te lo han dicho nunca? —comenta para sorpresa de Serafín, que pone cara de asombro al ver que sabe cómo se llama su nieta.
—¡Eres un maldito mal nacido!
—¿Me vas a decir lo que quiero? Como te digo, no tengo ninguna prisa. Ahora bien, si lo que quieres es que me entretenga con Lucía…
—¡Hijo de la gran puta! ¡Ni se te ocurra tocarla! ¡Ella no tiene nada que ver en todo esto, es una pobre inocente!
—Yo no quiero hacerle ningún daño, tú eres el que me estás obligando. Si me dijeras lo que quiero saber, no le pasaría nada —explica con tono irónico.
—Está bien, te lo diré, pero, por favor, no le hagas daño a mi nieta. Promételo y te contaré todo lo que quieras.
—No pienso prometerte nada. Tú sabrás qué quieres que ocurra. En tus manos está lo que le pase a ella…
Después de un buen rato hablando y preso del miedo, Serafín le cuenta a su secuestrador todo lo que quiere saber para evitar que le ocurra nada a su nieta.
—Espero por el bien de tu familia que no me hayas mentido.
—Te juro que he dicho todo lo que sé. Por favor, déjame marchar. Prometo que no diré nada —suplica.
—¿Cómo voy a confiar en ti si me ha bastado amenazarte con unas fotos para que cantes? Lo siento, pero se te iría la lengua y me arruinarías los planes.
—Me has prometido que me dejarías libre si te lo contaba todo.
—¿Cuándo he dicho yo que te iba a dejar marchar? —Chasquea la lengua moviendo la cabeza hacia los lados negándolo ante la cara de asombro del prisionero—. Solo dije que, si todo es cierto, tu nieta no sufrirá daño alguno.
—Pero…
—¡Ni peros ni nada! ¿Sabes lo que le suelen hacer a los chivatos en la cárcel? —Serafín abre los ojos como platos—. Se les corta la lengua por hablar más de la cuenta.
—¡Hijo de puta!