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Conciencia

Jueves, 9 de junio de 2016 (madrugada)

 

Es media noche y apenas unas farolas muy separadas entre sí iluminan las estrechas callejuelas del barrio de la Judería de Sevilla, que está en penumbra. Una joven camina a paso rápido en dirección al centro: es María. Parece algo asustada. Siente como si alguien la estuviera siguiendo, pero no se atreve a girarse para mirar. Acelera el ritmo, pero los pasos que la siguen también lo hacen. Observa a su alrededor y no ve absolutamente a nadie. Está nerviosa y tiene miedo. Los bares y las puertas de las viviendas están cerrados. Parece una ciudad fantasma en la que solo están ella y las pisadas que escucha a sus espaldas. No hay nadie que la pueda ayudar. Una ligera niebla comienza a inundar los rincones haciendo que el ambiente se torne más tenebroso, si cabe. Tras recorrer fugazmente la calle Reinoso, se adentra en la Plaza de Los Venerables, pero se encuentra en la misma situación de abandono. María se gira bruscamente a ver si descubre quién la sigue, pero no hay suerte. Aunque se percata de que el sonido de los pasos también se ha detenido. Continúa su marcha y nuevamente escucha los zapatos de la persona que la está siguiendo.

Camina por la calle Gloria hasta la Plaza de Doña Elvira y, al girar en la esquina que da con la antigua calle de la Muerte, empieza a correr sin rumbo para ver si consigue despistar a su perseguidor. Cruza la Plaza de las Cadenas y, a través de un pasaje, llega a la calle Agua, donde tiene que frenarse con las manos sobre el muro del Alcázar. Sigue corriendo hasta que se da cuenta de que está de nuevo en la Plaza de Doña Elvira. Con la agitación y la velocidad, no llega a oír nada que no sean sus propias zancadas. Está agotada y jadea. Parece que ya no oye nada. Piensa que, por suerte, puede que lo haya despistado o que fuese alguien que iba en su misma dirección y que haya tomado ahora otro rumbo. Esto hace que esté ahora más calmada. Respira hondo recobrando el aliento y comienza a caminar de nuevo hacia delante, no quiere volver atrás, por lo que se adentra en la calle Rodrigo Caro, un lugar por donde nunca ha pasado. Echa mano a su teléfono móvil, pero está apagado, no enciende. No sabe qué hora es ni dónde se encuentra. Tiene miedo. Aunque duda de si aporrear alguna puerta para que la socorran, cree que la tomarán por loca, por lo que decide acelerar el paso. Pero unos segundos después sus temores vuelven de nuevo: escucha otra vez las pisadas que la siguen. María da otra carrera y, después de atravesar la Plaza de la Alianza, se percata de que es un callejón sin salida. Busca algún hueco entre las casas a ver si hay alguna estrecha callejuela que le permita salir de ese lugar, pero no la encuentra. Piensa que está acorralada, pero, por suerte, se da cuenta de que otra vez ha dejado de oír los zapatos. No le queda más remedio que volver sobre sus pasos. Lo hace dubitativamente porque se ha perdido. Intentará seguir caminando hasta llegar a algún sitio que reconozca para poder ubicarse. Con mucha cautela se asoma a la última esquina que ha cruzado a ver si hay alguien al otro lado, pero no ve nada. María resopla aliviada al ver que ya no la sigue nadie, por lo que decide girar hacia la calle Joaquín Romero Murube y, al darse media vuelta, se encuentra de frente con una persona vestida completamente de blanco con un traje aséptico, guantes, cubrebotas, capucha y mascarilla del mismo color: es «el Asesino del Olivar».

María, muy asustada, comienza a gritar, pero después de unos segundos, se da cuenta de que no ocurre nada: nadie viene en su búsqueda ni se ilumina ninguna ventana. Parece que su esfuerzo para llamar la atención pidiendo auxilio no obtiene respuesta. «El Asesino del Olivar» camina lentamente en su dirección, ella no se mueve, se ha quedado petrificada sin poder reaccionar, solo consigue gritar. El asesino lleva en la mano derecha un gran cuchillo de cocina con el que la amenaza. Tiene miedo, hace casi un año que la raptó y estuvo a punto de perder la vida, pero parece que en esta ocasión no podrá evitarlo. Por suerte, cuando el asesino llega a su altura, observa cómo su pareja dobla la esquina: ha llegado justo a tiempo para salvarla.

—¡Antonio, ayúdame! —grita.

Pero este no hace nada, se queda parado. No se inmuta, parece que está bloqueado.

María grita cada vez más fuerte, pero el joven no le hace caso. El asesino la agarra por el hombro derecho y levanta el otro brazo para acariciar su pálido rostro con el cuchillo. Ella sigue inmóvil, pero de buenas a primeras parece que el cuerpo empieza a responderle y se abalanza contra el hombre de blanco. Forcejea con él y logra arrebatarle la capucha y la mascarilla. Su cara se estremece, no puede creer lo que ven sus ojos: es Juan, su suegro. En ese momento, Antonio da un respingo de la cama.

 

Ha tenido una nueva pesadilla. Tras resolver hace tres meses el caso de «el Asesino del Olivar» por segunda vez consecutiva, el joven guardia se pasa las noches en vela pensando en ello. Las terribles pesadillas que lo atormentan desde hace años no cesan, más bien todo lo contrario. Si en un principio lo trasladaban al momento en que mataban a su madre, ahora también están protagonizadas por el resto de sus familiares, como si fuesen nuevas víctimas de los que la asesinaron o del mismísimo «Asesino del Olivar».

—¿Qué te pasa, cariño? —pregunta María algo alterada después de despertarse asustada por los gritos de su pareja.

—Nada, tranquila, no ha sido más que una pesadilla.

—¿Otra vez lo de tu madre? Vas a tener que ir al médico. Esto no puede seguir así y no me gusta nada. Tienes que tener mucho trauma interno y debes sacártelo como sea.

—No. No ha sido lo de mi madre.

—¿Entonces?

—«El Asesino del Olivar» —contesta el joven guardia, que no quiere decirle que ha soñado que era a ella a quien querían matar, para no asustarla.

—Antonio, eso ya está resuelto. Murió, ¿recuerdas? Tú mismo acabaste con él con tus propias manos.

—Sí —responde dubitativamente.

—No sé cómo puedes tener un trauma con eso si ya se solucionó. Yo misma estaba atemorizada y lo he conseguido superar.

El cabo optó por no decirle a María la verdad de lo que ocurrió aquella noche en Lebrija hace ahora casi tres meses. Prefiere que no sepa nada. Él sabe que «el Asesino del Olivar» aún está vivo y espera que nunca lo atrapen. Puede que de cara al público esté muerto, pero sabe que él lo tendrá en su cabeza atormentándolo toda la vida. En un principio, en caliente, se sintió liberado tras haber acabado con el asesino de su madre, puesto que mentalmente estaba haciendo el bien. Sin embargo, con el paso de los meses, cada vez se siente peor. Aunque haya hecho justicia, también se ha convertido en un justiciero y eso hace que se sienta mal. No es un trauma con el que ir a un psicólogo para tratarlo. No puede contarle a nadie lo que ocurrió y sabe que eso es lo que necesita: relajarse, sacar todo lo que tiene en su interior hablándolo con alguien y que no lo devore por dentro. Pero es difícil. Posiblemente no consiga hacerlo nunca. Decidió tragárselo, ocultarlo y que nunca nadie supiera lo que sucedió. Ni siquiera ha tenido el valor de sentarse con su padre a hablar del tema y afrontarlo. No ha encontrado el momento idóneo aún. Siente que no podrá disimularlo por más tiempo ante María, ya que, tal y como sabe por su experiencia profesional, este tipo de sucesos te reconcome por dentro y pesan demasiado sobre los hombros de una sola persona… Únicamente compartiéndolo con otros se puede pasar página con el pasado y terminar perdonando. Aunque desvelar la verdad puede tener un precio muy alto.

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